martes, 20 de octubre de 2009

Se me ha perdido la cintura (segunda parte, continuación de la mujer diez)(ficción)

Pasado el tiempo resulta que invitaron a Calamidad a un festejo importante y tuvo que salir de nuevo de compras. Como era de suponer, a duras penas había logrado rebajar la talla de la cuarenta y cuatro a la cuarenta y dos. La tarea se presentaba complicada teniendo en cuenta que se había propuesto comprarse un modelito negro que le disimula los kilitos de más y la barriga menopáusica.
Se lanzó a las calles en busca de la talla perfecta y se dispuso a sortear toda clase de contrariedades. Le habían aconsejado visitar una serie de comercios, que casualmente terminaban sus existencias, por política comercial, en la talla cuarenta. En los comercios de tallas grandes, comenzaban sus existencias, también por política comercial, en la talla cuarenta y cuatro. Calamidad no paraba de preguntarse dónde demonios estaban las tiendas con modelitos de la talla cuarenta y dos.
Finalmente decidió visitar unos grandes almacenes, suponía que allí encontraría de todo en todas las tallas. Subió planta por planta y cuando pasaba por la planta juvenil no pudo resistirse a la tentación de visitarla “supongo que habrá jovencitas con la talla cuarenta y dos (pensaba), no estaría mal que encontrara algo aquí”. Y efectivamente había cosas de la talla cuarenta y dos, pero claro, las jovencitas no tenían barriga menopáusica, con lo cual los pantalones, todos con la cintura en la cadera, habrían dejado la suya al descubierto, resaltándola todavía más.
Se dijo a sí misma que dejara de soñar y subiera a la planta de señora, que seguramente allí encontraría lo que buscaba. Y paseó por entre estantes y perchas una y otra vez sin encontrar lo que buscaba. Todos aquellos modelos eran de señora, pero de señoras abueleras, como decía ella. Modelos serios y trasnochados, que no se hubiera puesto aunque le pagaran. Toda la ropa negra, que había en aquella planta, era horrorosa.
Desesperada bajó a la calle y comenzó a caminar durante largo rato. A todo esto llevaba ya los pies reventados de tanto dar vueltas. Visitó una tienda tras otra y después de un buen rato ya no sabía si quería ropa negra, de colorines o qué narices quería. De repente recordó un escaparate, que había visto al punto de la mañana (y que había desestimado porque entonces ella quería un traje negro), donde había un maniquí con un traje pantalón color crudo a juego con una camisa blanca. Se dirigió a él y contempló durante largo rato aquel modelo. No era una tienda de jovencitas, pero tampoco de mayores, es posible que aquel traje le viniera que ni pintado, así que entraría a probárselo. No era lo que había buscado, pero igual le sentaba bien.
Nada más entrar lo vio enseguida y se dirigió a él. Horror, en las perchas, perfectamente colgados estaban los pantalones y camisas de aquel traje, pero ninguno de la talla cuarenta y dos. Preguntó a la dependienta y le dijo que había lo que estaba en las perchas, que no quedaban trajes de esa talla. No obstante la convenció para que se los probara. Lola no estaba convencida de que le sentaran bien, porque el de la talla cuarenta y cuatro se le caía por las caderas y para abrocharse el de la cuarenta tenía que contener la respiración constantemente. Hacía falta ser gafe (pensaba) ni siquiera allí había encontrado lo que buscaba.
No dejaba de pensar que siempre le pasaba lo mismo que hace años cuando salía a comprar ropa para sus hijos y había de todas las tallas, menos de la que llevaban ellos. ¿A todo el mundo le pasaba igual? ¿Es que toda la gente llevaba la talla cuarenta y dos y por eso faltaba en todas partes? o ¿es que no había nadie de esa talla y por eso no la fabricaban?
¿Y si miraba un conjunto con falda? ¡Horror! No podía saltarse sus principios hasta ese punto. Hace años que no se ponía una y con la barriga menopáusica, seguro que le sentaba fatal. Además tendría que ponerse medias, que odiaba con todas las fuerzas, y una de esas fajas que te cortan la respiración, era demasiado sacrificio para ella sola. ¡No! ¡No! Nada de faldas, se dijo con rotundidad, intentando alejar los malos pensamientos.
Deprimida como una mona, estaba a punto de darse por vencida. ¿Dónde estaban aquellos años cuando todo le iba bien, cuando encontraba lo que buscaba, cuando podía hasta elegir entre un montón de prendas, porque todas le valían? Pero sobre todo ¿dónde estaban las tallas cuarenta y dos? ¿Por qué se empeñaban los fabricantes en hacer trajes de tallas que nadie tenía?
Pasó por un escaparate y se miró de reojo e instintivamente contuvo la respiración, intentando meter barriga. ¡Así mejor! Pero si dejaba de respirar no viviría mucho tiempo. ¡Vaya dilema! Además tendría agujetas en el estómago y sería peor el remedio que la enfermedad, al día siguiente además de gordita estaría con dolor de estómago. Decidió seguir respirando y siguió caminando hacia su casa, con su barriga mofletuda.
Al día siguiente se levantó como cualquier mañana feliz y contenta, hasta que se miró en el espejo y vio reflejados en él sus michelines, pero ¡qué narices! ¿Porqué unos insignificantes michelines iban a amargarle el día? Todo era cuestión de vestir ropa más ancha, en resumidas cuentas ¿qué más daban unos centímetros más o menos? Así que se vistió con un pantalón y un blusón, cogió su bolso y salió contenta a la calle, dispuesta a comerse el mundo. Iba tan feliz hasta que se paró ante un escaparate lleno de modelos maravillosos, todos ellos de la talla cuarenta, seguro, y repitió en voz alta: ¡flacuchas, más que flacuchas! Y después de esto, se sintió francamente bien, después de todo ¿qué había de malo en acudir a un festejo con ropa amplia disimula barrigas?
De repente recordó un establecimiento de tallas especiales, donde había visto hacía poco unos blusones maravillosos. Se dirigió hacia él y una vez allí, encontró lo que buscaba, le sentaba estupendamente bien. De nuevo se sintió especial…..muy especial….por seguir siendo una mujer diez, a la que le seguían sobrando diez centímetros de cintura, pero ¿qué importancia tenía eso?......


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